Estoy cagada de miedo. ¿Para esto he ganado yo un concurso de microrrelatos?
Las manos fuertes y rudas del chófer de los autobuses urbanos de mi ciudad se entrelazan fuertemente, apretando mi garganta.
¿Para morir estrangulada en el baño de una de las habitaciones de esta casa rural segoviana?
No puedo respirar y, cuando me retuerzo intentando zafarme de mi agresor, me duele aún más el cuello.
Me gustaba este tío, joder: le veía todos los días al coger el bus para currar.
Me falta el aire ya y la fuerza se me va por segundos.
Era tan simpático al volante, siempre contándome chistes, con sus gafas de sol eternamente puestas y su perilla bien recortada.
No puedo resistirme, estoy agotada; cualquier amago de lucha es ya inviable.
Yo solo quería sentirme escritora y echar un buen polvo.
Se me nubla la vista.
Ganar este premio me dio confianza, impulsándome a dar un paso adelante: aunque nunca nos habíamos visto fuera del autobús, le propuse compartir este premio con él.
Ya no distingo su figura del fondo, todo es negro a mi alrededor.
Y él aceptó.
Mierda, pierdo el control de los esfínteres y siento, como a lo lejos, humedecerse mis jeans.
Aceptó, para mi desgracia.
Solo me consuela un último pensamiento: aquí acaban los peores dos minutos de mi vida.