Tumbada junto a él esperaba, tan nerviosa como desnuda, el anochecer.
Solían dormir al aire libre, juntos. El clima de aquel paraíso lo permitía y, así, ella podía vigilar la luna todas las noches.
La luna. Qué bonita. Y qué puntual. Llevaba años siguiendo sus evoluciones. Noche tras noche llegó a conocer sus fases a la perfección. Creciente, llena, menguante y nueva. Por eso, tras la ausencia de ayer, aguardaba otra vez, esperanzada, el veredicto de su regreso. Sabía que sería una aparición fugaz, pues estaría pegadita al sol y duraría muy poco sobre el horizonte. Pero entonces, quizá entonces le trajera la felicidad.
Esperó y desesperó, y el tiempo pasó despacio hasta que, al fin, llegó el crepúsculo. Y tal y como esperaba, volvió a verla de nuevo. Allí estaba la luna. Su luna. Delgada, mínima, sonriente. Cerca de aquel lejano horizonte, como siempre que reaparecía.
Supo entonces que, una vez más, había llegado el momento. Su cuerpo era puntual y aquella era la señal esperada. Despacio, con miedo, la mujer separó los muslos y se tocó. Notó la humedad en su entrepierna y, temiéndose lo peor, cerró los ojos unos instantes. Después los abrió y, con disgusto, se miró los dedos mojados. Suspiró desengañada. La primera sonrisa de la luna le había vuelto a traer, como en anteriores ocasiones, aquella maldita sangre sin vida. Se mordió fuerte los labios y admitió, en frustrante silencio, que tendría que volver a esperar otros veintiocho días. Deseaba, con todas sus fuerzas, luna a luna, no sangrar la siguiente vez. No sangrar durante nueve meses seguidos.
Así pues, tras abjurar de Dios, con los ojos inundados en lágrimas y maquinando soluciones, Eva se giró para abrazarse con fuerza a Adán, que llevaba ya un rato dormido.