Ese caballo es mío
Carlos Hernández
Relato seleccionado de entre los presentados al II concurso de relatos y poesía «Las cenas del Picoesquina» para su publicación en el blog de «Las cenas del Picoesquina».
Las botas de un hombre jalonaban las calles de aquel poblado por el que marchaba. El traqueteo de sus espuelas, más grandes de lo normal, le marcaban una sintonía propia, todos sabían cuando lo oían que se trataba del mismísimo John el Maldito. De carácter seco, distante y en algunas ocasiones bravucón. De pocos amigos o mejor dicho de ninguno, bueno…, si tenía amigos, pero tan solo dos; Pacificador y Atronador eran sus nombres.
Sus pantalones de gruesa lona con sus zahones de cuero repujado que llegaban hasta su cintura, la misma que sujetaba sus dos pistoleras y la canana de munición del 45. No se andaba con chiquitas, sus dos mejores amigos, como he mencionado antes, calzaban ese calibre. El sombrero de ala ancha de fieltro marrón, expiraba el sudor de la frente de John, que de vez en cuando secaba con el pañuelo rojo que portaba al cuello, hacía juego con su camisa de leñador y su chaleco negro con pequeños bolsillos en su parte baja.
Aquel desierto era detestable, incluso invivible en algunas épocas del año de aquella comarca. Pero no le quedaba más remedio que aguantar, era donde se ganaba las habichuelas de cada mes.
Podía con su mal carácter incluso aguantar y callarse ciertas cosas, pero había una, solo una, que le llegaba al alma hiriéndole el corazón. Circunstancia ésta que le hacía estallar sin contemplaciones, no podía resistir que su caballo lo montara otra persona. No lo permitía y en más de una ocasión ya le había producido malos momentos, incluso alguna violenta riña y tener que empuñar a Pacificador, así le llamaba porque era siempre el primer revólver en desenfundar en las situaciones complicadas, con su mano diestra que era la que más controlaba. En cambio Atronador, ¡peligro con Atronador!, cuando era desenfundado con la siniestra no había contemplaciones y, como bien expresaba su nombre, no paraba de tronar, por lo menos hasta seis veces consecutivas, tantas como recámaras tenía su tambor. No le gustaba llegar a ese punto, pero su caballo Whiskey era sagrado.
¿Por qué tenía que entrar él andando al pueblo de Red River?, ¿en lugar de hacerlo encima de su Quarter horse? Sencillamente por la absurda razón de que un insolente petimetre se había antojado de su caballo. Claro, no era de extrañar, Whiskey estaba cuidado por John como si de un hijo se tratara, la manta india que soportaba la silla de montar de cuero marrón brillante, y su cabezada y riendas de cuero trenzado lo hacían único. John cruzaba la explanada central del pueblo, sabía perfectamente donde se dirigía, su protesta no podía esperar, dos hombres, con chistera uno y bombín otro, le contemplaban, y entre ellos murmuraban.
––Esta mañana habrá problemas.
––Ya lo creo, John va directo al edificio General Store a quejarse.
A medida que avanzaba por el pueblo, se iban cruzando diversos comentarios; del herrero, las chicas del Saloon, el crupier con su camisa de rizos, y los vaqueros que abrevaban a sus caballos. Todos estaban pendientes de aquel malhumorado jinete que iba caminando.
Una vez en el General Store, salió a su encuentro el encargado de todo lo que allí se gestaba, era como el alcalde de un pueblo perdido entre montañas secas y el árido desierto. Pero ordenado, gestionado y bien organizado.
––¿Qué pasa John?, sabes que no me gustan los problemas y mucho menos en fin de semana, cuando la gente mejor se lo está pasando en Red River.
––¡Ese caballo es mío!
––¿Y eso dónde lo pone John?
––Yo lo cuido, le doy de comer, lo cepillo y compruebo sus herraduras.
––Lo sé, pero Zacarías lo necesitaba para la acción con los indios.
––Que hubiese cogido otro. ¡Leonard, no me toques los cojones!, sabes que llevo razón.
––No, no la llevas y sabes que Whiskey es el caballo ideal para ese momento tan especial con los indios, ya te lo he dicho en otras ocasiones.
John, se dio la vuelta sin contestar y empezó a caminar hacia el otro lado del pueblo. Aquello no era nada bueno, sus malas formas eran más que conocidas, y el rumbo que había tomado estaba muy claro…, iba en busca de Zacarías. Leonard no podía perder ni un minuto de tiempo, debía detener su actitud antes que se produjera un mal desenlace. La última vez un operario de los establos salió mal parado, por cometer la equivocación de dejar que Whiskey fuese montado por otro jinete. Cuando se estaba acercando al campamento indio a las afueras de Red River, Zacarías palideció, sabía que nada bueno podía pasar al ver aproximarse a John el Maldito. Pero en décimas de segundos todo cambió.
Y comenzó la realidad…
El Patrol de la guardia civil se acercaba raudo y veloz, la llamada de Leonard como gerente del poblado River Red en el Desierto de Tabernas en Almería, había surtido efecto. El sargento no podía consentir que las malas formas del conocido John, trajera más problemas a una de las atracciones más pintorescas y atractivas del calendario turístico de la zona. El patrulla con una tremenda polvareda se detuvo justo delante de John.
–– No des un paso más y ni se te ocurra tocar tus revólveres.
–– Sargento, ese caballo es mío.
–– John déjate de rollos, hoy te vienes con nosotros al cuartel. Ya sabes que dos días no te los quita ni el mejor de los abogados.
Y el espectáculo de los indios que protagonizaba Zacarías, pudo continuar para el gozo de los turistas.
THE END.