Celos de Lola
Emilia García Castro
Relato seleccionado de entre los presentados al II concurso de relatos y poesía «Las cenas del Picoesquina» para su publicación en el blog de «Las cenas del Picoesquina».

Desde que Ben, de Benito, entró en la edad difícil, se ha vuelto insoportable. Eso mismo dirá él de mí, que ya rondo la cincuentena, y padezco sofocos y cambios de carácter como de montaña rusa. Pero él, con cinco años más, me gana en el mal genio.
Somos una pareja de bastante recorrido, en la que un pequeño altercado puede dar lugar a una catástrofe.
Poco menos nos ocurrió un día que, estando de viaje, nos perdimos por la carretera. Habíamos participado de una de esas reuniones de parejas que asisten juntas al declive gastando buen humor. Después de la comida y el café, emprendimos el viaje de vuelta a casa por una zona de A Coruña que no controlábamos muy bien, en dirección a Oviedo. Era invierno y se estaba haciendo de noche.

Él iba conduciendo el cuatro por cuatro, pendiente del navegador.
—¿Será por aquí, Mati?
—Vete por donde diga Lola.
—Te lo estoy preguntando a ti, mujer.
Reconozco que a esa Lola, si fuera una mujer de verdad, le tendría algo de celos porque Ben la obedece con veneración.
Cuando éramos jóvenes, mientras uno conducía, el otro iba con el mapa, dando las indicaciones, unas veces mejor que otras. Eran unos mapas enormes que se desplegaban, y luego nunca se sabía cómo plegarlos otra vez. Ahora, Lola es la encargada para bien o para mal. Ella iba explicando la ruta a su manera: «Gire a la derecha y después, enseguida, manténgase a la izquierda». Nunca falla cuando hay un puesto de peaje.
Observé que se acababa de encender el piloto de reserva de combustible y se lo dije a Ben.
—Oye, ¿tendremos bastante para llegar?
—Sí, lo tengo calculado. En la gasolinera del barrio está de oferta.
—Mejor lo llenamos por aquí, Ben.
Pero pasamos de largo por delante de una gasolinera abierta. Luego continuamos camino hasta que Ben dijo que le dolía algo la cabeza, paramos y nos cambiamos de puesto, yo al volante y él de copiloto. Desde hace unos años, Ben anda mal del azúcar, del colesterol y de la tensión, y tiene que tomar pastillas.

—Hoy te pasaste con la comida, cariño.
—¿Qué quieres, que en un banquete pida tortilla francesa y un vaso de agua, cariño? —dijo Ben, silabeando con retintín.
—Te comiste el tocino, Benito —le llamo así en caso de enfado.
—Fíjate en el navegador, que nos vamos a perder. Viene pronto una salida que pone Oviedo, a la derecha.
Así lo confirmó Lola, pero yo, por una extraña confusión, seguí de frente, dirección Madrid.
—No te preocupes, hago cambio de sentido en cuanto se pueda.
Me estaba dando tal sofoco que abrí la ventanilla del coche en pleno invierno. Si fuera supersticiosa, pensaría que era el justo castigo por lo del tocino. Pasaron muchos kilómetros sin posibilidad de enmendar el fallo, y la reserva de combustible bajando. Alguna gasolinera que encontramos en medio de la noche estaba ya cerrada.
Cuando, finalmente, retomamos la ruta verdadera y llegamos a Asturias, el piloto de la reserva se puso en rojo con la advertencia de repostar inmediatamente. «Te lo dije, Benito», eso solo lo pensé. Tampoco él me culpó por el exceso de kilómetros a causa de mi equivocación.
—Vamos a salir en el primer pueblo, por lo menos que se nos pare donde haya gente. Puede que haya una gasolinera. Oye, ¿tomaste hoy la medicación?
De vez en cuando, Ben tiene un síncope, nunca grave, pero yo me asusto mucho. Noté que empezaba a manifestar todos los síntomas.
—No me acuerdo, Mati, no me acuerdo —dijo Ben, con un hilo de voz, mientras se sujetaba las sienes con las manos.
Entré en un pequeño polígono que había a la entrada de un pueblo y, a los pocos metros de una de las calles, el coche se paró. Ben había reclinado su asiento y estaba sudoroso, medio desvanecido.
—No te preocupes, Mati. Ya sabes que se me pasa. Llama al seguro para que nos traigan gasolina, mi teléfono está sin batería.
Había dejado el mío en el maletero, uno que tengo que no es inteligente y solo sabe llamar y responder llamadas. Tuve que salir a buscarlo, pasando más miedo que de niña cuando imaginaba al malo escondido debajo de la cama. La verdad que el polígono estaba oscuro, solo una bombilla temblaba, amarilla, al fondo de la calle.
Entré al coche, cerré la puerta, y accioné los cierres automáticos mirando a todos lados por si aparecía algún asesino de medianoche. Llamé al seguro y me pidieron la dirección donde estábamos parados, pero no veía el nombre de la calle por ningún sitio, y tampoco sabía cómo se llamaba el pueblo. Me volvió a dar un sofocón tremendo y un tembleque peor que cuando me examiné de conducir.
—Cariño, ¡míralo en el navegador! —dijo Ben.
¡No me había dado cuenta y allí estaba!, el nombre del pueblo y el de la calle, y yo pude dar todos los datos. Aseguraron que llegarían en unos minutos. Quise besar el navegador, con su Lola parlanchina dentro, de puro agradecimiento, pero a quien abracé fue a Ben, que ya empezaba a reponerse del síncope.
—¿Sabes, cariño? Esta Lola será muy lista, pero cuando me dabas tú las indicaciones con el mapa de papel, tus gafas redondas y el pelo largo a lo Janis Joplin… Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
Asomaron las luces del vehículo que nos traía la gasolina, y nos pillaron a los dos enamorados, riendo como colegiales en medio de una travesura.
