El nido de color violeta (Adrián Molino)

El nido de color violeta

Adrián Molino Belchí

Relato seleccionado de entre los presentados al II concurso de relatos y poesía «Las cenas del Picoesquina» para su publicación en el blog de «Las cenas del Picoesquina».

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Creo que Dios se enfada si pasas ante el color púrpura en el campo sin fijarte en él.
Alice Walker, El color púrpura.

En algún lugar de alguna huerta murciana pintó sus primeros limones y naranjas. Más tarde, se pasó a los higos chumbos y a las granadas, con las que investigó los matices del color y todos esos tonos próximos al rojo. Era uno de esos caminantes del mundo que, en tiempos de plantaciones industriales a gran escala, había sabido guardar el lenguaje de los árboles. Un día, cuando paseaba por los bancales observó una plantación distinta a las demás. Era un bancal de lombardas. Él decía que era como si en una bandada de papagayos apareciese un cuervo. Un cuervo libre, de esos que viajan sin combustible y sin pedir permiso a los gobiernos que se creen los dueños del cielo.

No sabía que de todos los colores, el violeta, es el que tiene mayor poder de transformación en las personas, que es la frecuencia más alta que el ser humano consigue ver. Inconscientemente, lo buscaba. Arrancó de cuajo las lombardas con su raíz y se las llevó a su jardín. Unas las plantó. Otras intentó torturarlas, dejándolas sin contacto con la tierra.

Descubrió que ambos grupos de lombardas continuaban creciendo. De vez en cuando, pulverizaba con agua a las torturadas que, sorprendentemente, se desarrollaban a un ritmo mucho más acelerado. De ellas, nacieron brotes que espigaron rápido, flores, e incluso vainas y semillas. Investigó sobre las claves para la supervivencia en la hostilidad. Comenzó a despedazar las lombardas, a desprender sus múltiples capas y a momificar sus hojas, esas cosas que hacen los artistas que buscan las huellas de la memoria perdida, el amor y el dolor, que no se ven y que no se borran.

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«De vez en cuando pulverizaba con agua a las torturadas…».

La mesa del jardín estaba siempre repleta de tierra y de lombardas. De hojas momificadas que le evocaban a quien fue su mujer, de pétalos frescos como sus hijas, en la flor de la vida. De esa especie de glandes abultados que quedaban tras eliminar todas las capas y que, tras posarlos en la superficie, convertían la mesa en un gran cuadro de penes y vaginas. Y qué es el mundo, pensó, sino un gran conjunto de penes y vaginas compartiendo la tierra.

Sin darse cuenta, se le descubrió un nuevo universo de figuras y cromatismos. De cuerpos desnudos de hombres y de mujeres, de anatomías humanas en todas sus formas. Sí, en esta época donde todos tienen relojes y nadie tiene tiempo, a él se le reveló, de entre todas las músicas, el concierto de la lluvia y la tierra, que se regenera sin cesar, de tiempo en tiempo, de mano en mano. A él, ya viejo, que no quería creer que los árboles ancianos son los que dan más y mejor madera, se le aparecieron cuerpos de negros, de blancas y de niños. Desataba a los atados y daba voz a los condenados al silencio. Daba vida a esas mujeres emancipadas con opiniones propias y a los niños libres que jugaban, espontáneamente, con lo que la naturaleza les había puesto entre las manos.

Las siluetas y los torsos se sincronizaban con las lombardas. Y este, su mundo, instintivamente, siempre se cubría con un aura violeta. El violeta, que tiene la propiedad de actuar como escudo protector, de quemar etapas y de superar obstáculos. El color que alza la longitud de onda de la atmósfera interna personal para crear una nueva tendencia que eleva a las personas por encima de las consecuencias de actos pasados. De todos los tonos de púrpura su mano eligió el violeta. Decimos que fue su mano, por no decir que fue ese sustrato común de todos los seres humanos de todos los tiempos y lugares del mundo.

Llegó el momento de la exposición, ante el que nunca se sentía preparado. Era un hombre que conocía el lenguaje de los árboles y le costaba entender el avasallante mercado universal. El arte también era comercio en la sociedad donde todo está en venta. Le ofrecieron el local más bonito y lujoso de la ciudad de las máquinas, donde los peatones son molestia y perturban el tráfico. Tras semanas de trabajo y montaje, las obras estaban colgadas y la sala quedaba lista para el público.

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«La llamó El nido«.

El día de la inauguración trajo una silla a la sala y se sentó a contemplar aquello que habitaba en un recóndito lugar de su alma. Repasó una a una sus obras con sus cientos de lombardas, hasta llegar al cuadro más grande, el que sería la obra maestra. Era una gran estructura de cuerpos desnudos de hombres y mujeres. Casi siempre, se ordenaban en parejas, pero a la vez compartían caricias, abrazos y lombardas, todos con todos. También había niños. La llamó El nido. Cuando finalizó la pintura le recordó a algo que vio en uno de sus viajes a Kenia. Allí, centenares de pájaros se unen, desde siempre, para construir sus nidos compartiendo, para todos, el trabajo de todos. Empiezan creando un gran techo de paja, y bajo ese techo cada pareja teje su nido, que se une a los demás en un gran bloque de apartamentos que suben hacia las más altas ramas de los árboles. Tal vez, la ayuda mutua sea una cosa de la naturaleza y no una invención humana, pensó. El nido, cómo no, se apoyaba en una base de color violeta.

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«Cuando abrió las puertas a los ciudadanos vio cómo un zoológico humano llenaba la exposición».

Cuando abrió las puertas a los ciudadanos vio cómo un zoológico humano llenaba la exposición. Había de todo. Una gran cantidad de papagayos, todos vestidos con sus mejores y más coloridos plumajes comenzaron a graznar. Se suponía que en un mundo de ruido el arte se contemplaba en silencio, pero este no fue el caso. Se acercaban a él revoloteando y lo sumergían en parabienes. Observó su obra, que era el signo y el símbolo del lenguaje humano, y deseó que la sala y sus habitantes se impregnaran del color violeta. Descubrió en los gestos, los rostros y las palabras de los asistentes que los protagonistas de El nido eran adictos a unas costumbres bárbaras y orgiásticas, sospechosos de libertinaje y que anunciaban la rebelión. Vieron en su obra a salvajes paganos e ilusiones y engaños transmitidos por el mismísimo diablo que les iban a impedir dormir en paz. Por increíble que parezca, algunos quisieron adornar los salones de sus casas con la barbarie, pagando los precios desorbitados del mercado universal. Quizás, porque no querían dormir en paz, tal vez, porque al ver a los salvajes se recordaban a esas personas que veían al mirarse a los espejos. Al cerrar la inauguración, ya de noche, él se sintió como aquel cuervo libre, o como aquella lombarda, esa extraña y bella criatura cubierta de un aura violeta.

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