Octavo A (Sergio Reyes)

El aullido de las sirenas la despertó al amanecer. Nunca había sabido distinguir las de la policía de las de la ambulancia, ni las de la ambulancia de las de los bomberos. Maldijo el bochorno estival que obligaba a dormir con las ventanas y el balcón abiertos y se giró, con los ojos aún cerrados, para abrazarse al cuerpo casi desnudo de Tomás. Pero sólo abrazó el vacío.

Las sirenas se callaron en ese momento y ella suspiró, entre aliviada por recuperar el silencio y disgustada por la ausencia de su hombre. Habían vuelto a discutir la noche anterior y, como en tantas otras ocasiones similares, Tomás se había levantado demasiado temprano. Lo supuso fumando en el balcón. Es lo que salía hacer, como si de una extraña ansiedad autodestructiva se tratara. A pesar de recomendar a diario a sus pacientes lo contrario ―él, que fue número uno de su promoción en la facultad de medicina, y que seguía a ultranza ese código deontológico que le impulsaba a ayudar a todo el que estuviese a su alcance excepto con el ejemplo―, fumaba y fumaba sin parar cada vez que se enfrentaba a una situación tensa. Y no solía reaparecer en el dormitorio, dispuesto a hacer las paces, hasta acabarse el paquete. ¡Una vez hasta se fumó dos cajetillas enteras!

Laura resopló al recordar aquella ocasión. Después, abrió los ojos y los vio. Estaban ahí, en su mesilla. El paquete de tabaco y el mechero, intactos, tal y como él, metódico empedernido, los dejaba cada noche al acostarse. Se incorporó sobresaltada al escuchar, de repente, el timbre del portero automático, pero no se atrevió a contestarlo. Se temía lo peor. Salió al balcón asustada, temblando. Buscaba a Tomás, pero sus miedos comenzaron a confirmarse: no lo encontró allí. Entonces se arrimó a la barandilla, asomándose a la calle. Abajo vio ambulancias, coches patrulla, y una manta marrón que cubría un cuerpo sin vida.

Los ojos de Laura se anegaron de lágrimas. Intentó gritar, sin éxito, un «Tomás». Otra vez sonó el timbre del portero automático, insistente e inmisericorde. El dolor se apoderaba con fuerza de su corazón y su alma. Los por qué se atropellaban en su mente, agarrados a enormes signos de interrogación. ¿Por qué tuvimos que discutir otra vez? ¿Por qué no hicimos las paces y el amor antes de dormirnos? ¿Por qué, Dios mío, por qué no estoy con él? Sus manos se agarraron a la barandilla como respuesta, y sus piernas, autómatas incontroladas, la impulsaron hacia delante.

Y Laura voló entre sollozos, durante un par de segundos, mientras el doctor Tomás, que media hora antes había sido despertado por el estrépito del mortal accidente y había acudido en calzoncillos y sin llaves a auxiliar al desafortunado motorista que yacía bajo la manta, volvía a pulsar en el portal, con manifiesta impaciencia, el llamador del octavo A.

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